
El nuevo Presidente y ex Jefe de las Fuerzas Armadas, Al Sisi, con el depuesto Morsi
La Historia política contemporánea de Egipto ha consistido en una sucesión de cambios de regímenes justificados en el despotismo de sus mandatarios y en la búsqueda de un mayor bienestar, justicia y libertad para el pueblo. Sin embargo, el resultado ha sido un secuestro de la democracia por los diferentes líderes que han alcanzado el poder posteriormente. Y si una conclusión es clara, es la constatación de la ineludible hegemonía de lo militar en los destinos del país. Así lo confirma recientemente el golpe de Estado a Mohamed Morsi, el primer presidente electo del país. Desde entonces, la represión hacia los integrantes de los Hermanos Musulmanes, ha sido levemente criticada por las potencias occidentales, las cuales siempre han mantenido intereses flagrantes en la región. Aplicando nuevamente la real politik en el Tercer Mundo, han demostrado seguir más interesadas en la estabilidad de un régimen próximo a ellas, que de las virtudes democráticas que tanto exigen cuando les conviene.
Egipto ha sido tradicionalmente el país más dinámico e influyente de sus vecinos árabes en la región. El Nilo, fuente de vida, no sólo permitió el florecimiento de una civilización milenaria, sino que también, proporcionó el confort necesario para el desarrollo de un importantísimo legado cultural, tecnológico y artístico único en el mundo. Desde el periodo Antiguo pasando por el romano, helenístico, bizantino y otomano, la herencia egipcia ha sido estudiada por las siguientes generaciones con enorme admiración. De hecho, su mayor fuente de ingresos hasta los cataclismos derivados de las revoluciones de 2011 ha sido el turismo, atrayendo a grandes inversores y millones de visitantes cada año.
Pero si algo ha ido arrastrando Egipto desde los tiempos faraónicos hace más de tres mil años es un férreo control central de los recursos y de la población. Gracias a ello, podemos hoy día contemplar las pirámides de Guiza de las primeras dinastías, o el templo de Abu Simbel de la XIX dinastía de Ramsés II. Precisamente, este faraón que gobernó el país en un contexto de dinastías guerreras, podría ser paradigma de una nota caracterizadora del país hasta el presente: la enorme importancia del sector militar. Una institución, que según los cables de Wikileaks de 2008, está “en declive” pero es fundamental para la estabilidad del país.
Los militares vuelven al poder y la historia se repite. Abdelfatá Al-Sisi, el “mariscal”, ha salido victorioso en unos comicios en los que la pluralidad de candidaturas brillaba por su ausencia. Al igual que su vecino argelino, lo militar trata de imponerse a lo civil. Y en este sentido, el ejército no ha tenido reparos en derrocar a un presidente democráticamente electo cuando su pueblo así lo ha reclamado y ella misma lo ha percibido como una amenaza a su margen de maniobra.
Todo comenzó con el Movimiento de Oficiales Libres, liderado por Gamal Abdel Nasser y Muhammad Naguib, que derrocó al rey Faruq en 1952 acusado de ostentar un régimen autoritario, corrupto y sumiso a las potencias occidentales. Tras él llego Naguib, quien, al intentar frenar la influencia militar en la esfera política, fue marginalizado hasta su expulsión de la presidencia del país. Entonces, se nombró presidente a Nasser, uno de los grandes líderes de la Historia de Egipto, que de formación militar, implantó su ideología panabarista y socialista, ayudando a reforzar la identidad y la iniciativa del país en sus acciones exteriores.
Nasser fue un actor extraordinariamente dinámico en las relaciones con sus vecinos y cabeza de iniciativas de gran calado como la del Movimiento de Países No Alineados. No obstante, a pesar de presidir la Conferencia de Bandung en plena Guerra Fría, durante su gobierno simpatizó abiertamente con las tesis de la URSS, aplicando modelos soviéticos y recibiendo ayuda de éstos para la construcción de la presa de Asuán. Este hecho, junto con otra serie de iniciativas como la nacionalización del Canal de Suez en 1959, enervaron profundamente a Reino Unido y Francia, socios y beneficiarios de este enclave fundamental para sus intereses comerciales.
La crisis de Suez abrió entonces un capítulo de episodios armados en la región con el joven Estado de Israel como centro de gravedad del conflicto. Nasser, que lideró la revolución de los oficiales, en parte como contestación al fiasco militar de la primera guerra árabe-israelí de 1948, sufrió durante su mandato un nuevo golpe de los sionistas con la pérdida de territorios en la Guerra de los Seis Días, en 1962. El aclamado líder falleció antes de poder contemplar el retorno de la Península del Sinaí a manos egipcias.
Los territorios ocupados – recordemos que hoy día Israel sigue incumpliendo la Resolución 242 que declara ilegal la colonización del resto de superficies que siguen bajo su control- se devolvió dieciséis años después tras la mediación del presidente Carter entre el primer ministro israelí Menajem Beguin y el nuevo presidente egipcio, Anwar Al Sadat, en el marco de los Acuerdos de Camp David en 1978.
El hecho de que el presidente Sadat visitara y negociara reconociendo así la existencia del Estado de Israel, fue lógicamente percibido por el resto del mundo árabe como una alta traición. Sobre todo si se tiene en cuenta que El Cairo albergaba la sede de la OLP y el carismático Nasser se había erigido desde su existencia como el gran rival de Israel en lo que a la dignidad del pueblo palestino se refiere. En represalia a esta deslealtad, Egipto fue expulsado temporalmente de la Liga Árabe y Sadat fue asesinado por una de las facciones radicales disidentes de los Hermanos Musulmanes, Al-Jihad Al-Islâmî. Esta organización jihadista tenía como líder a Al Zawahini, más conocido por ser el número dos de Al Qaeda. La otra rama desertora de la cofradía, Al Jamâ’a Al Islamiya, también tuvo un lamentable protagonismo durante los años 90, siendo los ataques a turistas de Luxor en 1997 su ofensiva más mediática. Y es que no es casualidad que, en este contexto de la Revolución iraní y de la doblegación ante Israel, el auge del extremismo islámico irrumpiera con fuerza.
Pero lo cierto es que las intenciones de Sadat en este acercamiento con su íntimo enemigo se fundaban en la necesidad de una estabilidad política y económica que sólo podía proporcionarle Estados Unidos. Y así lo hicieron los americanos. A cambio de la paz, Carter prometió un jugoso paquete económico y militar de 1.000 millones de dólares anuales – hasta 2001 fue el segundo país beneficiario de Estados Unidos. De ahí deriva esa evidente ambigüedad del país faraónico con los actores occidentales y de éstos con Egipto. Como ha reconocido Obama recientemente tras la victoria de Al Sisi, sus relaciones con el país africano se fundan en cuestiones “puramente geoestratégicas”. No hay que olvidar que por el Canal de Suez pasa el 4% del petróleo mundial y el 8% del comercio marítimo. Cualquier movimiento fuera de lugar, podría afectar directamente a la economía norteamericana.
Egipto necesita turismo, inversiones y protagonismo regional. Occidente necesita la estabilidad de un aliado árabe y colaboradores en la lucha antiterrorista en Oriente Medio. Por ello, no pusieron Ashton y Obama el grito en el cielo cuando se produjo el golpe de Estado que se llevó por delante a Morsi. El gobierno del Partido Libertad y Justicia fundado por los Hermanos Musulmanes nunca fue de especial agrado a los ojos de Europa y Estados Unidos, que desconfiaban de la complicidad de un régimen que se apoyaba en los pilares de la ley islámica. Una vez más, la hipocresía de los grandes legisladores del mundo se hacía evidente a la luz de sus intereses en el rincón más inestable del globo.
Los Hermanos Musulmanes, cofradía fundada en 1928 por Hassan Al Banna tras el colapso del Imperio Otomano, vive desde sus inicios en una intermitente clandestinidad. Pionera del islamismo político, aboga por la implantación del califato, el primer sistema de gobierno del Islam bajo los preceptos de la sharia. La organización ha vivido a lo largo de su existencia numerosas renovaciones en las que el papel de las nuevas generaciones ha sido fundamental. Estas élites, educadas en la era del marketing y las comunicaciones, han comprendido – a diferencia de aquellos que apuestan por la lucha armada – que su reconocimiento político sólo es posible abrazando los principios democráticos, el respeto por las minorías –fundamentalmente los cristianos coptos – y la dignidad de la mujer. Y mientras tanto, al igual que otras formaciones secretas, han hecho un excelente trabajo en el terreno, ganando el apoyo de los más desfavorecidos.
Por esta razón, no es de extrañar que cuando tuvieron la oportunidad de presentarse libremente a las elecciones, el pueblo egipcio votara por ellos. Tolerados, pero reprimidos desde la era Sadat, han sido utilizados durante algunos periodos como freno a las otras formaciones de oposición de izquierdas. Pero la caída de Mubarak les aupó a las primeras posiciones y Morsi, ganó en 2011 las elecciones por un ajustado 51,9% de los votos frente a su contrincante Ahmed Shafik, con un 48,1%. El presidente islámico, que además de encontrarse con una situación económica extraordinariamente deteriorada, cavó su propia tumba al proponer una ley que aumentaba sus poderes e inmunidad. Los ciudadanos sintieron que Morsi se había adueñado de la revolución y, temiendo la llegada de un nuevo dictador, se lanzaron a las calles para expresar su disconformidad.
¿Fue entonces la caída de Morsi un golpe de Estado escandalosamente antidemocrático, o por el contrario, respondió el ejército al deseo legítimo del pueblo soberano a decidir sobre su destino? Y en origen: ¿fue el intento de deriva autoritaria de Morsi una reacción a la tradicional injerencia del ejército en los asuntos civiles o una forma de blindarse al poder al más puro estilo sátrapa? Lo cierto es que la actuación del ejército en ambos acontecimientos – con Mubarak y Morsi – le ganó de nuevo las simpatías del pueblo, reforzando su figura de salvador de la nación. Cuestión que ha legitimado las pocas opciones pluralistas durante las recientes elecciones.
Al Sisi, según afirmaba recientemente su principal asesor, Amr Musa, “no es Mubarak” ni va a llevar al país a una nueva “dictadura” puesto que la nueva Constitución aprobada – de la que él mismo fue Presidente de la Asamblea Constituyente que se encargó de la redacción- “establece reglas para limitar los poderes del Estado”. Este veterano de la política egipcia afirma que los principales retos a los que se enfrenta el actual Jefe de la República son el relanzamiento de la economía y los desafíos en seguridad.
Recordemos que la Península del Sinaí, fronteriza con Israel, alberga un entramado de población descontenta – de representación tribal y bereber – por el abandono del gobierno central en la zona. Frente al vacío de poder oficial, se proclaman consignas secesionistas y se ha dado refugio a contrabandistas y grupos islámicos radicales. Este descontento y agujero de seguridad que se remonta a la limitación de contingentes egipcios por los Acuerdos de Camp David, ha sido aprovechado por células salafistas y de Al-Qaeda para sembrar el terror no solo en focos turísticos, sino también como base de operaciones para ataques a Israel y aprovisionamiento de armas a Hamás. Ello ha dado lugar a un enorme déficit de seguridad que probablemente no será resuelto hasta que la situación política se estabilice y se retome el control de estos territorios.
Pero cuando Al Sisi y su contrincante socialista Sabahi hablan de terrorismo, también engloban a los Hermanos Musulmanes. Tras la expulsión de Morsi del poder, se ilegalizó la hermandad islámica catalogándola de organización terrorista, con el aplauso de los países del Golfo. Estas monarquías sunitas – Arabia Saudí, Emiratos Árabes y Kuwait- satisfechas con la salida de Morsi, han suministrados importantes ayudas económicas y energéticas al gobierno de transición desde el golpe de Estado. De hecho, la prensa se hace eco de la competición entre estos países por ver cuál aporta más, llegando a la suma total de más de 12.000 millones de dólares de aportaciones colectivas. Las consignas liberales y la visita de Morsi a Irán – de confesión chíita – calentaron aún más los ánimos en el Golfo, percibiendo al presidente egipcio como una peligrosa turbulencia en la zona.
De esta manera, la cofradía no sólo ha sido catapultada del panorama político, sino que como en muchos otros casos, etiquetándola de terrorista ha logrado el efecto deseado de criminalización, deslegitimando la formación hacia el resto del mundo. Y si con todo esto no fuera suficiente, el gobierno de transición ha encarcelado y anunciado condenas a muerte – entre ellos al líder espiritual Mohamed Badie – o a cadena perpetua para alrededor de 1.200 miembros de la organización. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha denunciado las irregularidades en estos juicios multitudinarios, “que violan el derecho internacional”.
Volviendo a los problemas a los que ha de hacer frente el nuevo ejecutivo, más allá de la amenaza terrorista, la gran cuestión por resolver es la regeneración de la economía. El Banco Africano de Desarrollono augura buenas perspectivas para el año 2014, por el contrario, destaca la fragilidad en la confianza de los inversores internacionales y de la mayor fuente de divisas del país, el turismo. Además, siendo uno de los países árabes productores de petróleo, se ha visto obligado a comprar este combustible a Kuwait, junto con el gas, para poder aprovisionar los generadores de electricidad que durante dos años han sufrido cortes constantes, dejando a oscuras a la población. La alternancia de políticas soviéticas y de mercado durante las últimas décadas, ha conducido a un mal funcionamiento de la estructura industrial que requiere una serie de reformas coherentes. Además, los subsidios alimenticios y energéticos acaparan más de un cuarto del presupuesto estatal, en el contexto de una explosión demográfica que afecta igualmente a los servicios sanitarios y de educación.
El transcurso de las elecciones, aprobado por observadores europeos, ha sido, no obstante, puesto en tela de juicio por algunas ONGs como Democracia Internacional, que da parte de “un ambiente de represión política que impide unas elecciones genuinamente democráticas”. El acoso a los medios de comunicación de forma general, y a los periodistas en particular – al menos 16 han sido encarcelados – pone en evidencia la legitimidad de unos comicios que estaban preparados para un único ganador.
Mientras tanto, la garantía de un proceso justo para Morsi es nula. Acusado de actuar violentamente y asesinar a manifestantes y miembros de las Fuerzas Armadas, está a la espera de una sentencia por un tribunal cuya legalidad no reconoce. El expresidente, ha de ser juzgado por un tribunal especial, no por uno ordinario como es el caso. “Soy el presidente legítimo”, repite una y otra vez. Y lo más curioso, es que es cierto.