Colaboraciones, Mundo árabe-musulmán

¿Qué está pasando en Iraq?

 No, no es el día de la marmota iraquí. Y si, se están matando. Ya llevan un tiempo y, para el observador ajeno o lejano, la situación ya no está nada clara.

Once años después de la invasión y la destrucción del Estado iraquí del partido Ba’ath y Saddam Hussein, es oficial que se han producido más muertes en la “posguerra” que durante el periodo de guerra oficial. Si bien, las fechas de dicha guerra oficial, fluctúan y varían según a quien se pregunte (2004, 2009, 2012,…), todos recordamos a Bush hijo en el portaaviones USS Abraham Lincoln con el mensaje “misión cumplida” a su espalda, declarando el fin de las operaciones y la victoria de los aliados. Aquella escena tragicómica tuvo lugar el 1 de mayo de 2003, tan solo mes y medio después del inicio oficial de hostilidades.

En el mapa se muestran las zonas controladas por el estado iraquí (rosa), el ISIS (gris), los kurdos (amarillo), el estado sirio (naranja) y otros rebeldes sirios (verde). Haghal Jaghul, Wikipedia.

En el mapa se muestran las zonas controladas por el Estado iraquí (rosa), el ISIS (gris), los kurdos (amarillo), el Estado sirio (naranja) y otros rebeldes sirios (verde). Haghal Jaghul, Wikipedia.

Desde aquella patética declaración hasta el día de hoy, muchos aspectos de la vida en Iraq han cambiado. Estos son algunos de los más relevantes:

  •  La retirada de las tropas norteamericanas del combate activo, desde hace dos años reservadas exclusivamente a la formación del nuevo ejército iraquí. Al igual que en Vietnam, Colombia y diversos regímenes africanos, se trata de librar una proxy war, o guerra indirecta en la que Estados Unidos ofrece material y formación militar, a la vez que evita las tan impopulares bajas norteamericanas.
  • La creciente independencia del Kurdistán, cuyo pueblo, reprimido y prácticamente masacrado en las décadas previas, ha encontrado en el vacío de poder del Irak post-Saddam el clima apropiado para la creación de un Estado (autónomo) dentro del Estado. Son la tercera fuerza en lucha y apoyan al gobierno, aunque no a pies juntillas.
  • La cada vez más cruenta guerra civil entre los chíies, encabezados por el primer ministro Al-Maliki y apoyados por Irán y Estados Unidos (si, si); y los sunníes del ISIS y otros grupos afines financiados por las monarquías del Golfo.
  • La peligrosidad y descontrol del ISIS (Estado Islámico de Siria e Irak) viene siendo anunciada por los medios de comunicación occidentales a lo largo de 2014, con imágenes de ejecuciones, establecimiento de su visión ortodoxa de la Sharia (ley islámica), captación de musulmanes europeos, formación de terroristas, etc. A lo largo del mes de junio se han sucedido las ofensivas que han llevado al ISIS de ser un grupo relativamente reducido actuando a ambos lados de la frontera entre Siria e Irak, a ejercer un control total en sendas zonas. El colofón ha sido la captura de Mosul, segunda ciudad de Irak y llave de la región kurda del noreste, rica en hidrocarburos.

Sin duda, nos encontramos ante una guerra a varios niveles: por un lado es local, enfrentando a las dos comunidades religiosas; a la vez es un conflicto regional, entre Irán, tradicional potencia de oriente medio, y Qatar, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, quienes tratan de imponer un régimen favorable a sus intereses en Irak o al menos conseguir que no se instaure uno sólido o decididamente hostil hacia sus intereses.

Por último, se trata de una guerra internacional en la cual, Estados Unidos se juega el poco prestigio que le queda apoyando a un régimen dividido, a dos años de las elecciones presidenciales y con una ciudadanía que, a pesar de ser tradicionalmente patriótica e ingenua en lo internacional, lleva un tiempo pagando y sufriendo las consecuencias de las aventuras de Bush y compañía en Afganistán e Irak y se muestra reticente a cualquier aventura ultramarina.

Las recientes declaraciones de Tony Blair (desde 1:20), llevan a pensar que al trío de las Azores no le importaba mucho el largo plazo o realizaron unas previsiones tan fantasiosas como la elaboración del casus belli. El país que contemplamos hoy por hoy, se asoma exhausto a una regionalización del conflicto, con la guerra en Siria; su extensión, de facto, a Líbano; los roces con Israel y las posibilidades de conflagración en el Kurdistán turco; por no hablar de los conflictos latentes de Nagorno Karabaj entre Armenia y Azerbaiyán, o los más lejanos de Pakistán y Afganistán.

Desde el punto de vista de la lucha por el poder, hay que tener en cuenta a la religión como factor determinante en el panorama político de Oriente Medio. Para quienes desconozcan las complejidades de los cismas islámicos, sunníes y chiíes son dos confesiones dentro del Islam, nacidas y enfrentadas desde la muerte del profeta Mahoma a mediados del siglo VII. Los primeros se consideran herederos de Mahoma y su nombre significa, “seguidores de la tradición” u “ortodoxos”; mientras que los segundos, no reconocieron a los tres primeros califas o sucesores de Mahoma, si no que siguieron a Ali, primo y yerno del profeta, quien proponía una versión menos estricta y más abierta  a la interpretación y al cambio del Islam.

Irak e Irán, son los dos únicos países del mundo con mayoría chií. En el primero, los chiíes fueron apartados del poder durante el régimen de Saddam, quien, siendo sunní, llenó los cargos públicos con miembros de su propia confesión religiosa, dejando en el ostracismo a chiíes y kurdos. Con el desmantelamiento de partido y Estado llevado a cabo tras la invasión, la coalición se apoyó en los chiíes y en menor medida en los kurdos para crear de cero una nueva administración y fuerzas armadas. Dejar fuera a los sunníes que, hasta entonces habían ocupado cargos de responsabilidad en las funciones del Estado así como en las fuerzas armadas, creó el contexto social perfecto para la formación de grupos con vínculos (y más que eso) en el antiguo régimen.

A esta situación habría que añadir la decisión de desmantelar a las fuerzas armadas iraquíes, que dejaron a 660.000 iraquíes, mayoritariamente sunníes, armados, sin trabajo y sin sueldo, viendo como su país era desmembrado por fuerzas internacionales de ocupación y como las otras dos comunidades ganaban poder a su costa. No fue plato de buen gusto.

 Si a lo anterior, unimos el vacío político tras las elecciones de 2010 que mantuvieron durante seis meses a Irak sin gobierno, en pleno proceso de retirada de tropas internacionales y que finalizó con la reelección del chií Al-Maliki, nos encontramos con una sociedad polarizada en un enfrentamiento civil principalmente religioso y étnico, pero cuyo trasfondo ineludible es el reparto de cuotas de poder entre grupos étnicos enfrentados y atrincherados en sus posiciones. Se trata de una libanización del conflicto.

En las últimas semanas va ganando fuerza en los think tanks internacionales, la idea de un gobierno de coalición nacional que al menos salve los muebles, devuelva la paz a zonas devastadas por más de una década de guerra, elabore una nueva constitución más federalista y que reconozca el equilibrio de poderes necesario, reconstruya la economía y reduzca la inflación galopante, repare las infraestructuras, sobre todo las relacionadas con el sector energético, garantice el suministro de agua y electricidad y vuelva a crear empleo.

En definitiva, y tras una guerra que ha durado mucho más que demasiado, lo que pide el pueblo iraquí es paz, pan y trabajo. Ni más ni menos.

Autor: Pau Garcés. Licenciado en periodismo y especializado en Relaciones Internacionales por la UCM en 2009. Trabajó en televisión y agencias y ha colaborado con medios digitales como «Diagonal», «El Corresponsal» o «Microondas». Exiliado económico durante cuatro años en Londres, está ultimando su nuevo proyecto periodístico, DosNómadas, con el que recorrer, comprender y explicar el mundo en que vivimos, comenzando por el sudeste asiático.

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«El arte de la apariencia»

La moda: ese gran desconocido para algunos, esa forma de vida para otros. Hay quién la tacha de frívola, de superficial… juzgarla por un concepto sin llegar al análisis del porqué  es un error.

Henry Fielding, dramaturgo, considerado uno de los creadores  de la tradición novelística inglesa decía: “la moda es la ciencia de la apariencia,  que inspira a uno el deseo de parecer más que de ser”.

Surge el deseo de aparentar, de trasmitir a los demás lo que queremos que piensen de nosotros sin dejarles ver el “yo real”. Es un método de distracción que evade de lo realmente importante. ¿Por qué tenemos esa necesidad? ¿Siempre fue así o algo desencadenó este modelo de conducta?

Quizá la necesidad venga de la inseguridad y la proyectamos dando una imagen creada por nosotros mismos, con la que nos sintamos a gusto, aunque de manera consciente sabemos que no es auténtico.

Buscando reminiscencias del pasado ya se hace alusión a la apariencia. En los señoríos ya había familias con apelativos aristocráticos en posesión de grandes parcelas de tierra qué sólo tenían eso, tierras, un buen apellido, un traje confeccionado a medida y el estómago vacío. Seguramente se os vino a la mente la palabra hipocresía, pero llevándolo a la vida moderna esto sigue pasando hoy. No llegas a fin de mes pero te las ingenias para comprarte unas Air Max edición limitada.

Las redes sociales son un claro ejemplo del querer ser y olvidarse de lo que uno es. Por lo que puedo observar día a día, nadie sube una foto quitándose las caquillas de los pies o vomitando después de una noche de desenfreno. Y eso también está ahí, forma parte de nosotros, pero sólo mostramos lo que queremos que otros vean de uno mismo: crear un perfil ficticio de una persona real.

Todo el mundo parece vivir en la plenitud de su vida: están de viaje cada dos por tres, son parejas perfectas, cocinan de puta madre y salen maquillados y peinados de la cama. Hasta aquí todo maravilloso, ¡de película! Ahora vamos a la realidad: ¿Qué hay de tras de estas máscaras?, ¿qué concepto hemos creado para que  se vea como algo socialmente aceptado?

Todo ser humano juzga sin premeditación la apariencia física y la indumentaria. Lo hacemos inconscientemente y creo que no deberíamos sentirnos culpables por ello. Tenemos ojos, vemos, analizamos y juzgamos.

Se puede juzgar un plato por su presentación, una obra de arte por su aspecto o un país por su cultura. Pero, ¿qué ocurre cuando hablamos de personas? Aquí es donde debemos ser meticulosos.

Conformar una opinión sobre el aspecto de una persona  es peligroso, ya que no estás viendo al sujeto de una forma genérica, no sabes que llevaba puesto ayer, ni qué momento de su vida está atravesando. Sólo le estás viendo hoy por un corto espacio de tiempo.

Los detalles son la clave, la indumentaria nos habla de las personas, de sus gustos, de su implicación con su aspecto o de su no implicación. Todos estos rasgos son característicos y determinantes. Probablemente, una persona que lleve las uñas cuidadas o lleve la chaqueta colgada del bolso doblada para formar las menos arrugas posibles, sea una persona cuidadosa  y ordenada. También nos está dando una pista sobre cómo puede ser en su vida íntima. Quizá sea detallista, seguramente cuadriculada. Todo se convierte en una duda, pero en ese momento es una verdad y una evidencia para nuestros ojos.

Nadie se define a sí mismo como realmente es, pocos son los afortunados de conocerse a sí mismos por completo y de ser objetivos con lo que son.

Y  a los que nos gusta juzgar, no tenemos la capacidad suficiente para conocer a las personas a tal profundidad como para hacer un análisis práctico de cómo es ese individuo. Esto no está en manos de nadie: ni en las de nosotros mismos, ni en las de los demás.

Autora: Alejandra Pérez García. Diseñadora y estilista. Amante de la tragicomedia y las causas perdidas.

 

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«Un estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas buenas leyes»

Hace tiempo conocí a un tipo curioso que me regaló una frase que guardé y colgué en el llavero: “Los datos suficientemente torturados acaban por confesar”. No estoy haciendo apología de la tortura ni pretendo que ahoguéis vuestros apuntes universitarios o les cortéis las tapas a los libros para que tras horas de sufrimiento os confiesen la piedra filosofal como si fuerais Mr. Blonde.

Tampoco es la intención que hagáis sacrificios con el dominical, dudéis de la fidelidad que os profesan o que nunca más pongáis el telediario en prime time. En estas semanas de alboroto y excitación, las manos más negras de los laberintos políticos extienden sus brazos, se ponen sus guantes blancos, relucen las mejores sonrisas, arrancan las maquinarias y…todo sigue igual.

¿Decepcionado con el final de esa frase? ¿Esperaba el lector un final sorprendente, agitado? ¿Siguen sus ojos igual de cerrados? Es precisamente en el sentido más profundo de esa sentencia donde radica el mayor de los peligros: echar el ancla en alta mar. En esa situación tan indeseable, se acaban los sueños, llega la peste y los hombres terminan devorándose, física y mentalmente, unos a otros. ¿No es precioso ir a la deriva? ¿No es inteligente, en ocasiones, dejarse llevar? ¿No es útil dejar a los hombres pensar y decidir?

¿No se ve aislado el almirante del barco en su despacho de paredes de caoba, fumando un habano tras otro y repitiendo renglones en su ya manchada carta de navegación, mientras sus hombres se aniquilan unos a otros arriba en cubierta?

Aristóteles dijo «Un estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas buenas leyes.»  Probablemente hacen falta ambas cosas, pero la experiencia nos dice que la primera es bastante complicada de encontrar. No hace falta mucho esfuerzo para recordar a Rajoy defendiendo a Bárcenas para luego acusarle de traición, o a Zaplana insistiendo con un informe policial contrario en la mano que el 11-M era cosa de ETA o a Rubalcaba hablando de socialismo. Sí, aunque parezca mentira, Rubalcaba y socialismo pueden ir juntos en la misma frase.

Si el fundador de la lógica dijo eso… ¿por qué tiene uno que gastar horas sentado en el sofá, enciclopedia en mano,  y repasando siglos de historia a lo largo y ancho del planeta para no encontrar ninguno? No dejo de escuchar eso de “Tenemos lo que nos merecemos”

Llamadles, si os atrevéis, idealistas, o visionarios, o incluso soñadores, pero su respuesta es CUL-TU-RA. Cuando Aristóteles dijo aquello, seguro que no sólo hablaba de bondad. Hablaba de actitudes y aptitudes. De espíritu, pero también de sacrificio, de inteligencia, de justicia. Sería feliz haciendo de abuelo entrañable, bastón en mano y jersey de rombos, un poco encorvado,  proclamando que “esto en mis tiempos no pasaba”.  Pero en nuestros tiempos, y en los de los abuelos de nuestros abuelos, desde que la sociedad es sociedad, los dirigentes han actuado desde la soberbia de la incapacidad. Se ha aupado al necio y se ha admirado al pillo, se ha denunciado al dispuesto y se ha ejecutado al sensato.

A eso se le llama poder. Suponemos que Aristóteles sabía de esto cuando era profesor de Alejandro Magno, un mocoso respondón de 13 años pero hijo de Filipo II, rey de Macedonia. O cuando estaba en clase papiro en mano escuchando a Platón y tirándole bolitas de papel mojado cuando se daba la vuelta. Lo que quizá no sabía Aristóteles es que 24 siglos después queda confirmado que el poder corrompe. Que el poder es la picadura de la víbora más venenosa. Que el elixir de la superioridad, la capacidad de poner y disponer, la autoridad, engancha.

Basándonos en uno de los principios más famosos desarrollados por el pensador griego y base del pensamiento lógico actual, llamado el principio de la contradicción, ¿podríamos decir que si nuestros dirigentes son hombres buenos, pero actúan mal, la primera premisa es falsa?

Decía Aristóteles en su Metafísica que «Nada puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido». Por tanto, nada puede ser bueno y no bueno de forma simultánea. El mando  de ese barco a la deriva se presenta como los salvadores, como el protector de nuestras almas y como el hombro donde llorar, pero en realidad está echando el ancla, se están repartiendo los salvavidas entre ellos y están cerrando el candado de las mazmorras.

Eso sí, no seré yo quien contradiga a Aristóteles.

Autor: Alberto Céspedes. Mirando al futuro desde el retrovisor. Geógrafo, viajero. Lo mismo leo a Isabel Allende que veo un combate de Mike Tyson. Defensor de la libertad de la expresión, aunque, como decía Camarón, a veces duela.

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“La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio”

No se equivocó Cicerón, por ello uno de los grandes filósofos de la Antigüedad, cuando más de dos mil años después de que enunciara esta célebre frase, siga siendo tan válida en la actualidad. Desde el nivel más privado, al público, el ser humano arrastra desde tiempos inmemoriales una faceta intrínseca en él: el temor de enfrentarse a la verdad. Podemos llamarlo cobardía, premeditación o, en algunos casos, prudencia pero el resultado es el mismo: el soterramiento de la verdad en pro de la libertad que nos tomamos por privilegiar razones que creemos justificadas.

George Bush y su alianza de Las Azores sabían que el régimen de Sadam Hussein no poseía armas de destrucción masiva, pero decidieron negarlo para poder intervenir en un territorio rico en recursos naturales. Quizá pudieron justificarlo por la necesidad de imponer el modelo democrático  que ellos consideraban más óptimo para el pueblo iraquí, a riesgo de ocultar la verdad. Para el caso, es lo mismo que un embuste.

Esta práctica, tan extendida en el contexto político a lo largo de la historia, fue formalmente enunciada por Maquiavelo. Así lo defiende Kissinger cuando alega que “el Estado posee una moral distinta de la del individuo”. Este argumento propio de la más pura real politik persigue anteponer   la  licencia para mentir de los dirigentes sobre sus dirigidos. Y uno se pregunta: ¿es lícito que nuestros políticos finjan o no digan la verdad cuando están en juego intereses nacionales?, ¿va a tener la falacia un impacto positivo real en la sociedad?, y la cuestión más importante ¿quién está autorizado para definir qué es interés y por qué es mejor reservar información?

Pero este no es sólo un affaire de Estado. Hasta el más insignificante individuo y su consiguiente insignificante moral se plantan a diario ante el dilema de cómo gestionar la verdad. Creemos que la mentira piadosa puede ayudar en una situación, y una vez más, al igual que en las altas esferas, anteponemos nuestro criterio sobre una cuestión que puede afectar a terceros. Pero no siempre hemos de pensar en el silencio como algo perverso. Imaginemos que sabemos que alguien está siendo engañado pero callamos por miedo a que esta persona sufra. Aun con las mejores intenciones, en el fondo, estamos decidiendo por este individuo en cuanto a lo que consideramos es mejor para él. Y de algún modo, también estamos siendo egoístas por no enfrentarnos a un mal trago.

Con frecuencia, el mutismo, por más que lo queramos suavizar, acaba siendo cómplice del disfraz. Y esta falsificación u omisión de la verdad se intentan justificar por un bien personal o colectivo. Pero, ¿hasta qué punto la invención o el secreto no hacen más daño que una verdad a tiempo? La frontera entre lo que consideramos importante callar o falsear es la misma. Es tremendamente difícil valorar qué es lo que está bien o mal pero lo que está claro es que la verdad duele una vez y la mentira, cada vez que se recuerda.

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“Vive cada día como si fuera el último”

Es la sensación de una realidad cada vez más fugaz que cabe en 130 caracteres. Esta tendencia de estilo carpe diem que tan bien ha calado entre los jóvenes, aboga por el máximo disfrute frente a un mañana incierto. Y no es extraño que así lo sientan muchos de los que la defienden, aún a riesgo de resultar extremadamente inmaduros.

Las redes sociales han ido popularizando el uso de enunciados cortos, contundentes, en ocasiones filosóficos, llegando incluso a tatuarse en la piel de algunos. En este caso, la promoción por un estilo de vida basado en el gozo personal e inmediato se ha visto favorecido por el contexto actual. En él, muchos jóvenes han desarrollado poses que pueden resultar egoístas, por la convicción de que no les aguarda un futuro reconfortante.

La consigna, integrante de la llamada psicología positiva, alienta a exprimir cada minuto del día, de nuestras experiencias. Sacándole jugo a la vida frente a una pesada incertidumbre. Una muestra más del individualismo imperante que se perfila como una alternativa al estilo de vida tradicional y rutinario, convirtiendo nuestra subsistencia en algo excitante, algo que nos haga sentir más vivos. Tan vivos que nos haga olvidar las preocupaciones del día siguiente.

Pero lo cierto es que tal afirmación puede interpretarse de distintas maneras y desembocar en consecuencias dispares. Por una parte, este way of life, invita a liberar nuestra energía, a potenciar todos esos estímulos que pasan inadvertidos en el día a día, ayudándonos a ser más felices a corto plazo. Por otro lado, vivir “como si no hubiera un mañana” puede convertirnos en grandes desgraciados si, moviéndonos únicamente por impulsos, no actuamos responsablemente. No sólo hacia nosotros mismos sino con el resto de la sociedad porque, efectivamente, sí que existe un mañana.

Pero, ¿qué es la vida al fin y al cabo sino un viaje de dos días en montaña rusa? Nuestros caminos suelen ser lineales con intermitentes motivos de desaliento más que de ensoñación. ¿Por qué no entonces abrazar a tu madre como si fuera el último día de tu vida aunque sea mentira?, ¿por qué no ser feliz hoy sin saber si lo serás mañana? Es lógico que sea una forma de ver las cosas un tanto controvertida, pero en el equilibrio está el acierto.
Como bien apuntan algunos blogueros, la frase ganaría si fuera reformulada. Quizá deberíamos vivir cada día “como si fuera el primero” de nuestras vidas. Así, disfrutáramos cada día como si lo acabáramos de estrenar, abordaríamos las tareas con ilusión, caminaríamos por la calle apreciando lo que nos rodea, amaríamos como si fuese la primera vez.

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